La espera formaba parte del protocolo. Posiblemente era lo único que llevaba sabido de antemano, que le harían esperar. Pero lo demás estaba por descubrir, cuando se abriera esa puerta de caoba que se le hacía grande y pesada; alguien la abriría por él. Sólo tendría que atravesarla y conocer dentro de aquel despacho hostil qué querían.
No debía sentirse pequeño. No debía dejarse intimidar por los despachos cerrados, por los sillones de piel, las alfombras persas, las tazas de porcelana. Ni tampoco por las banderas, ni por los retratos que había visto en los libros de historia, y en los telediarios, ahora colgados en las paredes, como tampoco por las medidas de seguridad. No debía sentirse pequeño allí, porque si estaba esperando a que se abriera el despacho presidencial era porque ellos lo habían convocado. Y si eso era así es porque se habían dado cuenta de que iban en serio. De que no eran un puñado de agitadores a los que sofocarían con antidisturbios. Si estaba allí era porque él, ese insignificante hombrecillo, calvo y con barba, fiel a vaqueros y chaqueta de punto sobre camiseta, con zapatos de ante y cordones de puntera redonda, era la personificación de una amenaza. Y querían deshacerse de él. Lo que aún no sabía era cómo.
La misma asistente que le había ofrecido un café hacía media hora volvía a entrar en la salita de espera para informarle de que el presidente lo esperaba. Y fue ella con un cuerpo frágil y delicado la que abrió sin esfuerzo alguno la puerta del despacho. Aunque él imaginaba que ésta se cerraría tras él con estrépito, apenas hizo ruido y encajó con suavidad. Tardó aún unos segundos en mirar hacia delante y ver frente a sus ojos, al fondo de un gran despacho luminoso, un rostro oscuro cuya imagen hasta ahora sólo había visto en prensa.
Levantó la cabeza y se acercó sereno, preguntándose cómo era posible que él, que hasta hacía dos años no había sido más que un profesor de filosofía en la universidad, se hubiera configurado como líder de la mayor revolución ciudadana en la historia de la república. Cómo era posible que, con su discurso lento y quedo, su carácter discreto y sus posturas moderadas, hubiera ganado semejante protagonismo en los acontecimientos que habrían de cambiar el rumbo de una nación. Todo había ido tan deprisa que a veces tenía la impresión de que ya no manejaba nada, que estaba al frente de una corriente que lo empujaba. Él nunca había querido estar al frente de nadie más que de sí mismo, y en ello sí tuvo alguna vez una cierta impresión de serenidad, autoconocimiento, de control sobre su vida. Ahora no. Hacía tiempo que sabía que el control era una falacia. Ahora, cualquier acto suyo, cada palabra pronunciada arrastraba a tanta gente que ya no sabía si se posicionaba en función de lo que él pensaba o de lo que los demás esperaban que pensara, o de lo que sería mejor para las personas que lo seguían. Ya no sabía qué creía, ni quién era. No era capaz de medir las consecuencias de los pasos que daba, no era capaz de diferenciar lo que estaba bien de lo que no. Hacía tiempo que la incertidumbre era total, que él había dejado de ser él, y que tan sólo le ponía voz y rostro a esa corriente inmensa y feroz, que pugnaba por romper un cauce artificial demasiado estrecho y caprichoso, y desbordarse, y anegarlo todo con furia hasta encontrar el que de forma natural le correspondía para poder fluir. No. Él ya no sabía quién era. Y dudaba mucho. La justicia era un abstracto resbaladizo de límites difusos.
Comenzó a ganarse el respeto de las heterogéneas turbas ciudadanas, a las que tan sólo unía el descontento con unas condiciones de vida cada vez más duras, con sus discursos en actos públicos, sembrando la duda acerca de la idoneidad del orden establecido, ofreciendo la posibilidad de alternativas, diferentes puntos de vista que fueron resquebrajando la anterior fe en el sistema. Sin embargo, si en un principio sus palabras llamaron la atención, la pérdida de pudor por la obediencia le revistió de un poderoso atractivo. En cierto modo, nunca se había privado de desobedecer siempre y cuando lo hubiera juzgado necesario, pero hasta ese momento se había tratado de desobediencias pequeñas: el impago de alguna multa que le hubiera parecido abusiva, negarse a que su director de departamento firmase estudios de investigación en los que no hubiera participado, no recogerle el pelo a su hija por mucho que hubiese insistido su mujer, porque a él le gustaban sus rizos.
Y a lo mejor, porque ninguna de esas desobediencias eran posibles ya, a lo mejor porque ya no tenía nada que perder, se negó a votar en las elecciones aún a costa de una sanción. Porque ya nadie le iba a esperar en casa decidió mantener sus conferencias en la vía pública a pesar de no haber obtenido autorización, y pasó por ello su primera noche en la cárcel. Y porque a nadie debía ya proteger con su sueldo anunció la renuncia a su empleo y su negativa a trabajar en ninguno que no le permitiera unos mínimos de dignidad. Y porque había perdido todo el pudor acerca de las reglas establecidas, retiró todos sus fondos de entidades financieras con total obscenidad, y continuó sin descanso con sus conferencias denunciando el fraude y los abusos por parte de los dirigentes de aquella república contra una resignada población civil.
Pero ése era su caso concreto. Su desacato se debía a una decisión individual y personal, sus actos no estaban llamados a afectar a nadie más que a él. Pero esas elecciones suyas se transformaron en ejemplo. Y los ciudadanos, deseosos de rebeldía, las abrazaron como suyas, obedeciendo su desobediencia. Fue entonces cuando lo encumbraron como el líder que nunca buscó ser, y el motivo por el cual se encontraba ahora en ese despacho.
Una vez hubo alcanzado la silla al otro lado de la mesa del hombre más poderoso mantuvo silencio. Él había ido allí a escuchar lo que tuvieran que decir pues había sido llamado. El hombre más poderoso no se anduvo con rodeos. Bien sabía que el tiempo es el bien más escaso, aunque no tanto como su interlocutor.
«La situación de desorden civil que se está generando desembocará en el caos, y no lo voy a permitir. Es usted un hombre suficientemente letrado como para saber de qué forma terminan estas cosas. Le gustará más o menos, pero el orden mundial está establecido y no será usted quien lo cambie. Antes de emplearme con todos los medios de los que dispongo en sofocar las revueltas me gustaría hacerle una oferta: la gente lo quiere y lo respeta. Podría hacer más por ella desde dentro. Le daré la oportunidad, dentro del gobierno, siempre que primero me ayude a devolver las aguas a su cauce».
Ésa era la forma de resolver la amenaza. La perversa, la limpia. Introduciendo la duda como quien coloca una semilla bajo tierra. De ser fértil la tierra, la semilla germinaría, echaría raíces, y lo mataría al crecer. Desde dentro…. Impedir el caos, evitar la llegada de la violencia a gran escala. No sabía si podría soportar sentirse responsable de llevar muertos a su espalda. Cada vez soportaba peor que sus decisiones fueran colectivas. Evitar muertos. Las aguas a su cauce… ¿pero a qué cauce? ¿al natural o al estrecho? El miedo y la sensación de impotencia habían hecho descender hasta tal punto el precio de la dignidad de las personas, que la vida de la mayoría había desaparecido en la república tal y como se había conocido. Las grandes corporaciones habían recuperado la productividad de antaño, y podían competir a nivel internacional, generando beneficios hasta entonces desconocidos, atrayendo a su vez capital extranjero, todo el que esa pérdida de dignidad era capaz de alimentar. Y ante la imposibilidad del pago de impuestos por parte de la exhausta ciudadanía, los servicios públicos, a excepción del gobierno, gastos militares y ciertas administraciones, desaparecieron casi por completo. Pero ahora el agua corría turbulenta, y amenazaba con desbordar. Y qué debía hacer él. Él se permitía el lujo de una desobediencia pacífica, desafiante pero pacífica, él que no tenía nada que perder. Pero ¿qué esperaba de él toda esa gente que aún a costa de su empleo, aun poniendo en juego la supervivencia de su familia, aun poniendo en juego su libertad, aun con tanto que perder, aún, había encontrado el coraje para rebelarse? podría desde dentro? ¿qué podría arreglar, si dentro no quedaba nada sin corromper? ¿qué le dejarían hacer?….. Pero, ¿de verdad era necesario destrozar el cauce y que se anegara todo para encontrar aquel con suficiente amplitud como para llevar todo ese agua? ¿dónde se debía colocar su posición moderada y , por todos los santos, qué demonios era una posición moderada? ¿Qué consecuencias tendría continuar con la desobediencia civil? ¿qué se esperaba de él? ¿qué demonios se esperaba de él?
Él. Quién era él. Era un hombre sin nada que perder. Sin nada. Él ya no era él, hacía tiempo que había dejado de ser él. Él era el rostro y la voz de algo más grande. De quien debía contestar. De quien debía decidir. Hubiera deseado ser eliminado. De otra forma. Literal. Habría sido más fácil.
«Debe contestar»
Sí, debo.
Al salir abrió él mismo la puerta, y comprobó que no pesaba. O no tanto. Al menos por el momento. No dependía de él que la tierra fuera estéril. Es lo único que conservaba de sí ese hombre calvo y con barba, al margen del rostro y la voz: una tierra jodidamente seca y estéril.