Más yo. Menos yo.

Dice mi suegra que el hijo mayor se parece a mí. Cada día más. En los ademanes, en los gestos, en la cara. Así, en la forma de expresarse, en todo. En todo no, porque mi boca fue para el hijo pequeño. Y parte de los ojos. Ayer el hijo pequeño se hacía envejecer en una aplicación del móvil y me enseñaba su evolución. Me decía mira, me parezco al abuelo, ¿verdad? El programa le pronosticaba esas bolsas que tiene mi padre y que me empiezan a despuntar en un claro empeño genético. Y los labios superiores con dos piquitos, de payaso, como dice mi madre, también. Mi padre ha preguntado en varias clínicas de estética por la cirugía de bolsas y párpados, pero creo que las soluciones que ha encontrado pasan por una cirugía demasiado compleja. Él querría una cirugía poco invasiva. O una cremita. Algo con una mayor concentración de magia y menor de puntos de sutura. Quizás sea porque acabe de cumplir 73, aunque puede que con 50 tampoco se hubiera sometido a algo así. Hace poco conocí a una amiga de mi marido. Había sido una amiga de la juventud joven. De la de los 17 o 18 o 19 años. Después de veinte años sin verse se reencuentran en una reunión de antiguos alumnos. Parece ser que había sido gorda y fea pero ahora era delgada y atractiva. El día que la conocí se le veía la ropa interior roja y llevaba zapatos salón. Llevaba maquillaje, eyeliner, sombra de ojos, carmín y colorete. Las uñas de semipermanente, mechas rubias y plancha. Compensaba con su conjunto veinte años de invisibilidad. Hizo suya la conversación y la velada, y después haría suya la Ribera del Manzanares con la bachata en su nuevo grupo de amigos con quienes había quedado terminada la cena. Recuerdo no oponer la más mínima resistencia. Contó que se había operado los ojos, nos enseñó una fotografía de su antes. Yo me acordé de mi padre. Al cabo de unos días le pedí a mi marido que cuando hablara con su amiga le pidiera el nombre de la clínica. Esa misma noche se la pude enviar a mi padre que recibió la información con mucho interés. Todavía sigue sin sus bolsas. Yo he empezado a mirar con recelo las mías.

El hijo pequeño me dijo esta semana que le tenía que hacer un análisis DAFO. No tengo muchos problemas para aislar debilidades y fortalezas, algunas sí para sintetizarlas. Me cuesta mucho identificar amenazas y oportunidades. Pero sobre todo las amenazas. Eso no me ocurre solo con el hijo pequeño, eso me ocurre siempre. Creo que es un buen factor para ser feliz. Por otra parte tengo ese gusto por la melancolía que lo contrarresta. Así que finalmente termina siendo un buen factor para el atrevimiento. Además, no solo no veo amenazas sino que además me molesta mucho que las personas a mi alrededor las vean por mí, me las hagan saber, y me llenen de miedos. El otro día en el instituto se me ocurrió, con motivo del día de la no violencia, que unos alumnos hicieran una performance en el patio. Irían vestidos de negro y con las manos pintadas de blanco. Después sostendrían unas cartulinas con un mensaje y el resto de los alumnos se asomarían a las ventanas y verían la performance desde allí. El director lo primero que dijo fue que si no se me había pasado por la cabeza el riesgo que suponía tener a treinta alumnos arremolinados tras unas ventanas de un segundo piso. Y yo le contesté que en ningún momento, pero que si se nos caía algún alumno, otro año habría que cambiar de actividad. A partir de ese momento no he dejado de imaginar niños precipitándose por las ventanas.

La principal fortaleza del hijo pequeño es su alegría. Y su felicidad. Son dos fortalezas. Hay más, pero son las primeras. La alegría puede ser tan solo superficial. Es posible alegría sin felicidad. También hay personas felices que sin embargo no son alegres. Son felices desde la placidez, desde la serenidad, sin grandes alaracas. El hijo pequeño es las dos cosas. Tengo que preguntarle si él tiene facilidad para ver amenazas. Su felicidad alegre es una fortaleza tan manifiesta que todas las personas a las que nos ha pedido que le hagamos un DAFO la hemos incluido. Es una fortaleza tan manifiesta que lo convierte en una persona carismática, en una persona que atrae, en una inyección de energía. Tiene los labios de payaso de mi padre y mis labios de payaso y los utiliza para hacer una sonrisa llena de laderas desde las que lanzarse haciendo volteretas cada vez a más velocidad gritando con los ojos en blanco. Así. En la sonrisa también tiene un punto de burla, un punto de cuando te hosties me voy a descojonar. No todo es pureza.

Tiene razón mi suegra. Aunque no tenga mis ojos, no tendrá mis bolsas ni las de mi padre, aunque no tenga los labios de payaso como dice mi madre. El hijo mayor se parece a mí, es más yo, incluso. La semana pasada lo regañé. Ya no sé si se dice regañar o discutir. El día anterior no había ido a clase porque se había quedado dormido. Hoy había vuelto a media mañana, antes de que terminaran las clases porque no había dormido en toda la noche. El hijo mayor tiene problemas con el autocontrol, el equilibrio, el establecimiento de horarios y el seguimiento de rutinas. Tiene problemas de voluntad y de autoestima. Al escucharlo entrar en casa a deshora le pregunto y su respuesta me alarma: aquí ya hemos estado. Este es el lugar en el que el hijo mayor suelta las amarras y comienza a alejarse. Y cuando quiere volver y retomar su vida está tan lejos, le cuesta tanto volver, que le resulta preferible abandonar y pensar en otra opción. Yo tengo miedo, yo no quiero que vuelva a irse, no quiero que se sienta incapaz. Pienso cuando el hijo mayor era un niño pequeño y tenía problemas para controlar su ira, y se enfadaba y estaba tan fuera de sí que rompía lo que más le importaba y cuando ya no tenía fuerzas para tirar y romper nada más le invadía la pena y todavía la estaba derramando durante un buen rato, con hipos, y entonces era cuando yo podía acercarme y abrazarlo y reconocerlo de nuevo, y él seguía llorando, ahora solo de pena y de culpa y también de resentimiento porque yo no había sido capaz de evitar su episodio y yo le preguntaba, cómo te puedo ayudar y me decía sé más dura. Y entonces, de nuevo en el presente le digo con un tono muy autoritario que no puede descontrolarse, que tiene que dormir por la noche, levantarse a su hora e ir a clase todos los días. Todos. Y me replica indignado que tampoco lo ha hecho tan mal y que ha sacado buenas notas. Y le digo que sí, de momento, porque hasta ahora ha estado viviendo de forma ordenada. Pero que tiene que seguir así. Un día y otro y otro. Y me dice es que eso es muy difícil. Y le digo que es una cuestión de entrenar la voluntad. Pero no tengo ni la menor idea de cómo puedo ayudarlo. Y tengo miedo de que su voluntad sola no sea suficiente. Tengo tanto miedo de la suya como de la mía, de su autocontrol como del mío. Y de que el hijo mayor sea más yo que yo.

Mi suegra sigue una vez más: aunque el pequeño tenga tu boca, el mayor cada día se parece más. El hijo mayor me mira. El hijo pequeño me mira. Los sonrío de medio lado, no todo va a ser puro, y pregunto quién va a tomar café.


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